domingo, 27 de noviembre de 2011

El árbol de navidad

Las luces en las calles, los Belenes, los regalos y el ambiente familiar son algunas de las escenas más comunes del ambiente navideño. Pero, sin duda, una de las imágenes que antes se vienen a la mente cuando se piensa en estas fechas es el tradicional árbol de Navidad, una costumbre cada vez más arraigada y que ha ido sustituyendo a otras, como la de montar el Nacimiento. A pesar de que la decoración del abeto navideño en una costrumbre de raíces germanas, lo cierto es que quien ha exportado esta forma de adorno ha sido la cultura norteamericana.
Actualmente, en la mayoría de las casas se coloca un abeto decorado con elementos que cuelgan y con luces. Hay que señalar que en muchos hogares se ha implantado el árbol artificial, ya que el mayor problema de esta tradición consiste en qué hacer con él después de las fiestas, problema que durante años ha provocado que gran cantidad de abetos se hayan terminado secando y muriendo.
Tradición histórica.- Numerosos estudios han situado las raíces del árbol de Navidad en la época de los romanos, pero lo cierto, aunque parezca mentira, es que hay que remontarlo a épocas muy anteriores. Así, eran los antiguos egipcios quienes celebraban los fines de año con una ceremonia en la que era común llevar una penca de palma de doce hojas, una por cada mes del año. Con todas ellas se realizaba una pirámide y se quemaba en honor al dios Tor.
No obstante, el árbol de Navidad como hoy lo conocemos tiene su nacimiento en Alemania, en la primera mitad del siglo VIII, cuando mientras San Bonifacio, un misionero británico, se encontraba predicando un sermón para convencer a los druidas alemanes de que el roble no era sagrado, en el día de Navidad derribó uno de ellos. El roble cayó destrozando todos los arbustos y árboles más pequeños que encontró a su paso, de los que consiguió salvarse un pequeño abeto. San Bonifacio, representó esto como un milagro y le llamó 'el árbol del Niño Dios'. Así, en las sucesivas Navidades los cristianos celebraban la festividad plantando abetos y, posteriormente, esta costumbre evolucionó hasta dar lugar a la actual decoración. En España, ha tardado en arraigarse y no ha sido hasta mediados del siglo XX cuando se ha popularizado.



La colocación en el hogar de un pequeño pino o abeto es uno de los actos más significativos de la Navidad en nuestros días. Sin embargo, no es suficiente la presencia del árbol, sino que es necesario que éste se encuentre decorado con diversos adornos, entre los que se encuentran las esferas de cristal, las figuras diversas que se cuelgan o el popular espumillón, es decir, bandas alargadas brillantes. No obstante, si se quiere decorar de forma perfecta el abeto es necesario incluir iluminación, que le proporciona un aspecto más espléndido y navideño.
De cualquier forma, se pueden citar una serie de elementos que forman parte de una simbología cristiana y que se hacen presentes en el abeto, como la estrella que se coloca en la copa de éste y representa el astro que siguieron los tres Reyes Magos y que les guió hasta Belén. Este elemento puede ser sustituido por un angelito, que podría venir a interpretar la paz que se vive en estas fechas, o el Arcángel, que comunicó a la Virgen su estado de buena esperanza.
El resto de los elementos también tienen su significado o constituyen la evolución de otros elementos simbólicos. De hecho, antes de colocarse luces eléctricas la iluminación provenía de velas que simbolizaban purificación y la idea de que Cristo es la luz que guía al mundo. Por su parte, las herraduras son otro elemento habitual en esta decoración y constituyen un antiguo amuleto de buena suerte. Tampoco se pueden olvidar las manzanas o bolas de colores, como una forma de atraer la abundancia para la época venidera y que aparecieron en Bohemia en el siglo XVIII, o las campanillas, que son muestra de la alegría de estas fechas.
Cómo decorarlo.- El árbol de Navidad tradicional por excelencia debe ser siempre un pino o abeto, preferentemente de forma cónica, que se debe presentar en una gran maceta, plantado en tierra fina. Una vez encontrada la mejor ubicación en el hogar ya se puede proceder a colocar todos los adornos necesarios, desde las esferas de color, hasta la iluminación pasando por el espumillón y los adornos de la copa. Asimismo, es importante recordar que en los pies del árbol se deben situar los paquetes o regalos que simbolizan la llegada de los Reyes Magos con sus presentes, igual que ocurrió en el portal de Belén. No obstante, es frecuente esperar a la noche de Reyes para colocar directamente los verdaderos regalos. Últimamente, es muy frecuente, sobre todo en lugares públicos, la decoración clásica que consiste en intentar mantener una misma escala cromática en todo el árbol. Los tonos más adecuados son los dorados y plateados.
Finalmente, hay que subrayar la posibilidad de adquirir un árbol sintético, plegable, que ocupa poco espacio en el hogar y que se puede utilizar varios años consecutivos. Esta tendencia se ha generalizado, ya que la mayoría de las familias actuales no disponen de un jardín en el que plantar el abeto tras las fiestas, por lo que muchos de ellos se hechan a perder. Además, los abetos sintéticos ofrecen la posibilidad de presentar diferentes colores con el fin de escoger aquel que cumpla mejor el objetivo del resto de la decoración. No obstante, son muchos los hogares que aún prefieren conservar la costumbre del tradicional abeto navideño.

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miércoles, 9 de noviembre de 2011

EL SAGRADO CORAZÓN Y LA LEYENDA DEL SANTO GRIAL

En uno de sus últimos artículos (“Regnabit”, junio de 1925) (2), L. Charbonneau-Lassay señala con mucha razón, como vinculada a lo que podría llamarse la "prehistoria del Corazón eucarístico de Jesús" la leyenda del Santo Grial, escrita en el siglo XII, pero muy anterior por sus orígenes puesto que es en realidad una adaptación cristiana de muy antiguas tradiciones célticas. La idea de esta vin­culación ya se nos había ocurrido con motivo del articulo anterior, extremadamente interesante desde el punto de vista en que nos colocamos, intitulado "Le Coeur humain et la notion du Coeur de Dieu dans la religion de l'ancienne Égypte" (noviembre de 1924) (2), del cual recordaremos el siguiente pasaje: "En los jeroglíficos, escritura sagrada donde a menudo la imagen de la cosa representa la palabra misma que la designa, el corazón no fue, empero, figurado sino por un em­blema: el vaso. El corazón del hombre, ¿no es, en efecto, el vaso en que su vida se elabora continuamente con su sangre?" Este vaso, tomado como símbolo del corazón y sustituto de éste en la ideografía egipcia, nos había hecho pensar inmediatamente en el Santo Grial, tanto más cuanto que en este último, aparte del sentido general del símbolo (considerado, por lo demás, a la vez en sus dos aspectos, divino y humano), vemos una relación especial y mucho más directa con el Corazón mismo de Cristo.
En efecto, el Santo Grial es la copa que contiene la preciosa Sangre de Cristo, y que la contiene inclusive dos veces, ya que sirvió primero para la Cena y después José de Arimatea recogió en él la sangre y el agua que manaban de la herida abierta por la lanza del centurión en el costado del Redentor. Esa copa sustituye, pues, en cierto modo, al Corazón de Cristo como receptáculo de su sangre, toma, por así decirlo, el lugar de aquél y se convierte en un como equivalente simbólico: ¿y no es más notable aún, en tales condiciones, que el vaso haya sido ya antiguamente un emblema del corazón? Por otra parte, la copa, en una u otra forma, desempeña, al igual que el corazón mismo, un papel muy impor­tante en muchas tradiciones antiguas; y sin duda era así particular­mente entre los celtas, puesto que de éstos procede lo que consti­tuyó el fondo mismo o por lo menos la trama de la leyenda del Santo Grial. Es lamentable que no pueda apenas saberse con precisión cuál era la forma de esta tradición con anterioridad al Cristianismo, lo que, por lo demás, ocurre con todo lo que concierne a las doctrinas célticas, para las cuales la enseñanza oral fue siempre el único modo de transmisión utilizado; pero hay, por otra parte, concordancia suficiente para poder al menos estar seguros sobre el sentido de los principales símbolos que figuraban en ella, y esto es, en suma, lo más esencial.

Pero volvamos a la leyenda en la forma en que nos ha llegado; lo que dice sobre el origen mismo del Grial es muy digno de aten­ción: esa copa habría sido tallada por los ángeles en una esmeralda desprendida de la frente de Lucifer en el momento de su caída. Esta esmeralda recuerda de modo notable la urnâ, perla frontal que, en la iconografía hindú, ocupa a menudo el lugar del tercer ojo de Shiva, representando lo que puede llamarse el "sentido de la eternidad". Esta relación nos parece más adecuada que cualquier otra para esclarecer perfectamente el simbolismo del Grial; y hasta puede captarse en ello una vinculación más con el corazón, que, para la tradición hindú como para muchas otras, pero quizá todavía más claramente, es el centro del ser integral, y al cual, por consiguiente, ese "sentido de la eternidad" debe ser directamente vinculado.

Se dice luego que el Grial fue confiado a Adán en el Paraíso terrestre, pero que, a raíz de su caída, Adán lo perdió a su vez, pues no pudo llevarlo consigo cuando fue expulsado del Edén; y esto también se hace bien claro con el sentido que acabamos de indicar. El hombre, apartado de su centro original por su propia culpa, se encontraba en adelante encerrado en la esfera temporal; no podía ya recobrar el punto único desde el cual todas las cosas se contemplan bajo el aspecto de la eternidad. El Paraíso terrestre, en efecto, era verdaderamente el "Centro del Mundo" asimilado simbólicamente en todas partes al Corazón divino; ¿y no cabe decir que Adán, en tanto estuvo en el Edén, vivía verdaderamente en el Corazón de Dios?.

Lo que sigue es más enigmático: Set logró entrar en el Pa­raíso terrestre y pudo así recuperar el precioso vaso; ahora bien: Set es una de las figuras del Redentor, tanto más cuanto que su nombre mismo expresa las ideas de fundamento y estabilidad, y anuncia de algún modo la restauración del orden primordial des­truido por la caída del hombre. Había, pues, desde entonces, por lo menos una restauración parcial, en el sentido de que Set y los que después de él poseyeron el Grial podían por eso mismo establecer, en algún lugar de la tierra, un centro espiritual que era como una imagen del Paraíso perdido. La leyenda, por otra parte, no dice dónde ni por quién fue conservado el Grial hasta la época de Cristo, ni cómo se aseguró su transmisión; pero el origen céltico que se le reconoce debe probablemente dejar comprender que los Druidas tuvieron una parte de ello y deben contarse entre los con­servadores regulares de la tradición primordial. En todo caso, la existencia de tal centro espiritual, o inclusive de varios, simultánea o sucesivamente, no parece poder ponerse en duda, como quiera haya de pensarse acerca de su localización; lo que debe notarse es que se adjudicó en todas partes y siempre a esos centros, entre otras designaciones, la de "Corazón del Mundo", y que, en todas las tradiciones, las descripciones referidas a él se basan en un simbolismo idéntico, que es posible seguir hasta en los más pre­cisos detalles. ¿No muestra esto suficientemente que el Grial, o lo que está así representado, tenía ya, con anterioridad al Cristianismo, y aun a todo tiempo, un vínculo de los más estrechos con el Corazón divino y con el Emmanuel, queremos decir, con la manifestación, virtual o real según las edades, pero siempre pre­sente, del Verbo eterno en el seno de la humanidad terrestre?.

Después de la muerte de Cristo, el Santo Graal, según la leyenda, fue llevado a Gran Bretaña por José de Arimatea y Nicodemo; comienza entonces a desarrollarse la historia de los Caballe­ros de la Tabla Redonda y sus hazañas, que no es nuestra intención seguir aquí. La Tabla (o Mesa) Redonda estaba destinada a recibir al Grial cuando uno de sus caballeros lograra conquistarlo y transportarlo de Gran Bretaña a Armórica; y esa Tabla (o Mesa) es también un símbolo verosímilmente muy antiguo, uno de aquellos que fueron asociados a la idea de esos centros espirituales a que acabamos de aludir. La forma circular de la mesa está, además, vincu­lada con el "ciclo zodiacal" (otro símbolo que merecería estudiarse más especialmente) por la presencia en torno de ella de doce per­sonajes principales, particularidad que se encuentra en la consti­tución de todos los centros de que se trata. Siendo así, ¿no puede verse en el número de los doce Apóstoles una señal, entre multitud de otras, de la perfecta conformidad del Cristianismo con la tra­dición primordial, a la cual el nombre de "precristianismo" convendría tan exactamente? Y, por otra parte, a propósito de la Tabla Redonda, hemos destacado una extraña concordancia en las revelaciones simbólicas hechas a Marie des Vallées (véase “Regnabit, noviembre de 1924) (3), donde se menciona "una mesa redonda de jaspe, que representa el Corazón de Nuestro Señor", a la vez que se habla de "un jardín que es el Santo Sacramento del altar" y que, con sus "cuatro fuentes de agua viva", se identifica misteriosamente con el Paraíso terrestre; ¿no hay aquí otra confirmación, harto sorprendente e inesperada, de las relaciones que señalábamos antes?.

Naturalmente, estas notas demasiado rápidas no podrían pre­tender constituirse en un estudio completo acerca de cuestión tan poco conocida; debemos limitarnos por el momento a ofrecer sim­ples indicaciones, y nos damos clara cuenta de que hay en ellas consideraciones que, al principio, son susceptibles de sorprender un tanto a quienes no están familiarizados con las tradiciones antiguas y sus modos habituales de expresión simbólica; pero nos reservamos el desarrollarlas y justificarlas con más amplitud posteriormente, en artículos en que pensamos poder encarar además muchos otros puntos no menos dignos de interés.

Entre tanto, mencionaremos aún, en lo que concierne a la le­yenda del Santo Graal, una extraña complicación que hasta ahora no hemos tomado en cuenta: por una de esas asimilaciones verbales que a menudo desempeñan en el simbolismo un papel no desdeñable, y que por otra parte tienen quizá razones más pro­fundas de lo que se imaginaría a primera vista, el Graal es a la vez un vaso (grasale) y un libro (gradale o graduale). En ciertas versiones, ambos sentidos se encuentran incluso estrechamente vinculados, pues el libro viene a ser entonces una inscripción tra­zada por Cristo o por un ángel en la copa misma. No nos propo­nemos actualmente extraer de ello ninguna conclusión, bien que sea fácil establecer relaciones con el "Libro de Vida" y ciertos elementos del simbolismo apocalíptico.

Agreguemos también que la leyenda asocia al Graal otros obje­tos, especialmente una lanza, la cual, en la adaptación cristiana, no es sino la lanza del centurión Longino; pero lo más curioso es la preexistencia de esa lanza o de alguno de sus equivalentes como símbolo en cierto modo complementario de la copa en las tradiciones antiguas. Por otra parte, entre los griegos, se consideraba que la lanza de Aquiles curaba las heridas por ella cau­sadas; la leyenda medieval atribuye precisamente la misma virtud a la lanza de la Pasión. Y esto nos recuerda otra similitud del mismo género: en el mito de Adonis (cuyo nombre, por lo demás, significa "el Señor''), cuando el héroe es mortalmente herido por el colmillo de un jabalí (colmillo que sustituye aquí a la lanza), su sangre, vertiéndose en tierra, da nacimiento a una flor; pues bien: L. Charbonneau ha señalado en “Regnabit” (enero de 1925), "un hierro para hostias, del siglo XII, donde se ve la sangre de las llagas del Crucifi­cado caer en gotitas que se transforman en rosas, y el vitral del siglo XIII de la catedral de Angers, donde la sangre divina, fluyendo en arroyuelos, se expande también en forma de rosas". Volveremos enseguida sobre el simbolismo floral, encarado en un aspecto algo diferente; pero, cualquiera sea la multiplicidad de sentidos que todos los símbolos presentan, todo ello se completa y armoniza perfectamente, y tal multiplicidad, lejos de ser un inconveniente o un defecto, es al contrario, para quien sabe comprenderla, una de las ventajas principales de un lenguaje mucho menos estrechamente limitado que el lenguaje ordinario.

Para terminar estas notas, indicaremos algunos símbolos que en diversas tradiciones sustituyen a veces al de la copa y que le son idénticos en el fondo: esto no es salirnos del tema, pues, el mismo Grial, como puede fácilmente advertirse por todo lo que acabamos de decir, no tiene en el origen otra significación que la que tiene en general el vaso sagrado donde quiera se lo encuentra, y en particular, en Oriente, la copa sacrificial que contiene el soma védico (o el haoma mazdeo), esa extraordinaria "prefiguración eucarística sobre 'la cual volveremos quizá en otra ocasión. Lo que el soma figura propiamente es el "elixir de inmortalidad" (el amritâ de los hindúes, la ambrosía de los griegos, palabras ambas etimológicamente semejantes), el cual confiere y restituye a quienes lo reciben con las disposiciones requeridas ese "sentido de la eternidad" de que hemos hablado anteriormente.

Uno de los símbolos a que queremos referirnos es el triángulo con el vértice hacia abajo; es como una suerte de representación esquemática de la copa sacrificial, y con tal valor se encuentra en ciertos yantra o símbolos geométricos de la India. Por otra parte, es particularmente notable desde nuestro punto de vista que la misma figura sea igualmente un símbolo del corazón, cuya forma reproduce simplificándola: el "triángulo del corazón" es expresión corriente en las tradiciones orientales. Esto nos conduce a una observación tampoco desprovista de interés: que la figu­ración del corazón inscrito en un triángulo así dispuesto no tiene en sí nada de ilegítimo, ya se trate del corazón humano o del Corazón divino, y que, inclusive, resulta harto significativa cuando se la refiere a los emblemas utilizados por cierto hermetismo cristiano medieval, cuyas intenciones fueron siempre plenamente ortodoxas. Si a veces se ha querido, en los tiempos mo­dernos, atribuir a tal representación un sentido blasfemo (véase “Regnabit”, agosto-septiembre de 1924), es porque, conscientemente o no, se ha alterado la significación primera de los símbolos hasta invertir su valor normal; se trata de un fenómeno del cual podrían citarse muchos ejemplos y que por lo demás encuentra su explicación en el hecho de que ciertos símbolos son efectivamente susceptibles de doble interpretación, y tienen como dos faces opuestas. La serpiente, por ejemplo, y tam­bién el león, ¿no significan a la vez, según los casos, Cristo y Satán? No podemos entrar a exponer aquí, a ese respecto, una teoría general, que nos llevaría demasiado lejos; pero se compren­derá que hay en ello algo que hace muy delicado al manejo de los símbolos y también que este punto requiere especialísima aten­ción cuando se trata de descubrir el sentido real de ciertos emblemas y traducirlo correctamente.

Otro símbolo que con frecuencia equivale al de la copa es un símbolo floral: la flor, en efecto, ¿no evoca por su forma la idea de un "receptáculo", y no se habla del "cáliz" de una flor? En Oriente, la flor simbólica por excelencia es el loto; en Occidente, la rosa desempeña lo más a menudo ese mismo papel. Por su­puesto, no queremos decir que sea ésa la única significación de esta última, ni tampoco la del loto, puesto que, al contrario, nos­otros mismos habíamos antes indicado otra; pero nos inclinaría­mos a verla en el diseño bordado sobre ese canon de altar de la abadía de Fontevrault (“Regnabit”, enero de 1925, figura página 106), donde la rosa está situada al pie de una lanza a lo largo de la cual llueven gotas de sangre. Esta rosa aparece allí asociada a la lanza exactamente como la copa lo está en otras partes, y parece en efecto recoger las gotas de sangre más bien que provenir de la transformación de una de ellas; pero, por lo demás, las dos significaciones se complementan más bien que se oponen, pues esas gotas, al caer sobre la rosa, la vivifican y la hacen abrir. Es la "rosa celeste", según la figura tan frecuente­mente empleada en relación con la idea de la Redención, o con las ideas conexas de regeneración y, de resurrección; pero esto exigiría aún largas explicaciones, aun cuando nos limitáramos a destacar la concordancia de las diversas tradiciones con respecto a este otro símbolo.

Por otra parte, ya que se ha hablado de la Rosa-Cruz con motivo del sello de Lutero (enero de 1925) (4), diremos que este emblema hermético fue al comienzo específicamente cristiano, cualesquiera fueren las falsas interpretaciones más o menos "naturalistas" que le han sido dadas desde el siglo XVIII; y ¿no es notable que en ella la rosa ocupe, en el centro de la cruz, el lugar mismo del Sagrado Corazón? Aparte de las representaciones en que las cinco llagas del Crucificado se figuran por otras tantas rosas, la rosa central, cuando está sola, puede muy bien identificarse con el Corazón mismo, con el vaso que contiene la sangre, que es el centro de la vida y también el centro del ser total.

Hay aún por lo menos otro equivalente simbólico de la copa: la media luna; pero ésta, para ser explicada convenientemente, exi­giría desarrollos que estarían enteramente fuera del tema del presente estudio; no lo mencionamos, pues, sino para no descuidar enteramente ningún aspecto de la cuestión.

De todas las relaciones que acabamos de señalar, extraeremos ya una consecuencia que esperamos poder hacer aún más mani­fiesta ulteriormente: cuando por todas partes se encuentran tales concordancias, ¿no es ello algo más que un simple indicio de la existencia de una tradición primordial? Y ¿cómo explicar que, con la mayor frecuencia, aquellos mismos que se creen obligados a admitir en principio esa tradición primordial no piensen más en ella y razonen de hecho exactamente como si no hubiera jamás existido, o por lo menos como si nada se hubiese conservado en el curso de los siglos? Si se detiene uno a reflexionar sobre lo que hay de anormal en tal actitud, estará quizá menos dispuesto a asombrarse de ciertas consideraciones que, en verdad, no parecen extrañas sino en virtud de los hábitos mentales propios de nuestra época. Por otra parte, basta indagar un poco, a condición de ha­cerlo sin prejuicio, para descubrir por todas partes las marcas de esa unidad doctrinal esencial, la conciencia de la cual ha podido a veces oscurecerse en la humanidad, pero que nunca ha desaparecido enteramente; y, a medida que se avanza en esa investigación, los puntos de comparación se multiplican corno de por sí, y a cada instante aparecen más pruebas; por cierto, el Quaerite et invenietis del Evangelio no es palabra vana.